miércoles, 24 de agosto de 2011

huertas

Hay una frontera invisible al final de mi calle, que separa la ciudad de las huertas que la rodean.

Cada día la atravieso varias veces cuando saco a pasear al perro, y durante una cantidad variable de minutos (diez, veinte, treinta, a veces más) entro en ese otro mundo paralelo del que por lo general sólo me separan unas pocas decenas de metros. Al otro lado de la frontera hace el mismo calor en verano (mucho) y el mismo frío en invierno (no tanto), el sol brilla igual y la lluvia sigue mojando, la gente también tiene dos ojos, dos piernas y dos brazos, y hablan el mismo idioma. La única diferencia está en que, al otro lado, todo el mundo te saluda.

Da igual que no os conozcáis de nada: te saludan. Da igual que os crucéis a diario por la calle o en el autobús y no os dirijáis la palabra: te saludan. Incluso da igual que su perro acabe de intentar matar al tuyo: ya lo he dicho, en la huerta todo el mundo te saluda.

Ah, el aire del campo.

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